La cocina conventual
Fray Tirso de la Anunciación estaba preocupado, porque el calor había fermentado los jugos, descompuesto las verduras y podrido las carnes. Todavía no había suficientes bueyes, vacas o carneros como para darse el lujo de perder el valioso tesoro de la comida.
Fray Tirso de la Anunciación estaba preocupado, porque el calor había fermentado los jugos, descompuesto las verduras y podrido las carnes. Todavía no había suficientes bueyes, vacas o carneros como para darse el lujo de perder el valioso tesoro de la comida.
Durante la misa, se preocupaba porque escaseaban los vinos. Pensaba que si no llegaban trigos y vides de España, tendría que consagrar el pulque y tortillas, ¿qué contradicción!, si durante el sermón trató de convencer a los naturales para que dejasen de adorar a Omotochtli, el dios del pulque y a Xiotecuhtli o Huehueteotl el dios antiguo o dios del fuego, a quienes ofrecían cangilones prietos de Tzilacayote llenos de pulque y bledos (amaranto) mezclados con sangre para comerlos como una especie de comunión pagana.
Las oraciones eran infinitas, como la paciencia del hermano prior quien se jalaba las barbas y rascaba la tonsura.
El convento tranquilo y discreto tenía el rostro largo, ya no alcanzaban los cilicios ni los sacrificios, todos rogaban al Señor y a la Virgen Santísima pidiendo trigo y vino. Pero cuando llegaron los bultos de harina y los toneles de vino, los ángeles y querubines siempre atentos, se dieron cita en la ceremonia coquinaria: rito y reto, dulzura y amor, fuego y fogón.
Convivencia de cacharros, cobre, barro y maderas: cazos, ollas y cazuelas, palas cucharas, estén listos para iniciar el ritual en el marco esplendoroso de azulejos y braseros.
Metales y molcajetes, almirez y morteros forman el repique de culturas, mestizaje indispensable de mexicanidad. Es menester moler y orar al unísono en cadencia rítmica de piedras y metales.
Los braceros se acaloran con las ascuas incandescentes; yescas, eslabones y martillos encienden los leños de encino; los sopladores de palma, atizan enérgicamente los estrechos refugios del calor.
Más allá, aparecen las tinajas que descansan en los poyos talaveranos, las jícaras esmaltadas extraen su valioso contenido para refrescar recipientes. Fuego, aire, agua y tierra, explican el origen del sabor y del saber.
El fuego varonil y activo, dice San Francisco: «hermoso, jocoso, robusto y fuerte», mientras que el agua femenina, «útil, humilde, preciosa y casta» en unión amorosa y fecunda presencian, con el viento y el barro, el nacimiento de los más deliciosos y suculentos manjares.
Fray Anselmo de la Caridad, el. hermano lego, protagoniza el rito extraordinario, platica con los cacharros a fuego lento, su paciencia es tiempo de oración, sus colores son luces de intensos matices, desde el blanco delicado hasta el negro más oscuro.
Los vasares repletos de botámenes suministran a diestra y siniestra especias y condimentos de dos mundos. Bóvedas y vigas, pisos resplandecientes protagonizan la creación de tortas de nada, xigotes de conejo o de gallina en vino de Jerez, chanfainas, clemoles, guisados suculentos como aquellas albondiguillas reales o las frutas de sartén. Pero qué tal aquellas pollas en pebre, los frijoles de siete cazuelas, las angaripolas y aquellos majestuosos postres churriguerescos de yema, de leche de frutas, de coco; alfeñiques moriscos, caxetes de frutas, «antes» armados en marquesotes con almendras, piñones, pistacho s y nueces, y otras cazuelas de leche de cabra cocinadas a dos fuegos.
La cocina es plática con ollas y cacharros, su tiempo es oración y rezo, sus porciones incluyen reales, cuartillos, pilones y tlacos; su espacio es sacrificio, gula y templanza. Su fin, algo más que… placer desbordante, salud y medicina.
La magnífica cocina del convento llegará a los parroquianos para crear cotidianamente suspiros para los enamorados, pellizcos y regañadas para las muchachas mal portadas, suplicaciones para los devotos, colores para el pensamiento, aromas para el espíritu, sabores para el intelecto, texturas para el alma y sonidos chirriantes para las conciencias.
Pero el hermano Anselmo se acuerda de sus antecesores, especialmente del belga Pener Van der Moore conocido como fray Pedro de Gante, quien llegó con Juan de Tecto y Juan de Ahora como los tres primeros evangelizadores en las Indias Occidentales.
Fue Pedro de Gante, humilde entre los humildes, primer cocinero misionero de la Nueva España, quien a pesar de que el Papa Paulo III le pidiera su ordenación sacerdotal y que Carlos V le propusiera la silla arzobispal de México; prefirió servir a los sacerdotes y superiores: primero, a fray Juan de Tecto y después a fray Martín de Valencia cuando llegaron los doce franciscanos españoles.
Desde entonces, los legos doctos en las lenguas indígenas, enseñaron además de la doctrina cristiana, a leer y escribir en castellano: música, artesanías, alfarería y herrería, costura y sastrería, escultura, pintura y arquitectura de conventos y, por supuesto, trasmitieron los principios de la agricultura, así como de la conservación de los alimentos.
Cultivaron frutos y hortalizas, enseñaron a moler el trigo y hacer el pan, fabricaron quesos por vez primera en América, construyeron los primeros fogones y hornos calabaceros; iniciaron la producción de hostias y la elaboración del vino de consagrar. Obtuvieron vinagre de frutas americanas como la piña, embutieron carnes en tripas de cerdo e hicieron los primeros chorizos con chiles rojos y pimienta de Tabasco, salaron las carnes en cecinas, jamones y tasajos y enseñaron a conservar las frutas y verduras de huertos y hortalizas.
Los primeros guisos mexicanos fueron aquellos que incluían la fauna y flora nativa y combinaciones de carnes y leche, vino y frutos traídos de lejanas tierras. ¿Qué tal-se preguntaba fray Matías, el hermano tornero mientras pasaba las viandas al refectorio- ese chichicuilote cocinado en salsa de peras y desde luego el excelso puerco con hierbas que les llaman quilite o qué tal aquellos taquitos hechos con carne de res aderezados de salsa de aguacate que le llaman acuacamolli?, que por cierto, quedó mejor con las hojas de un cilantro recién llegado de la misma Babilonia; y para hablar del dulzor y la dulzura ya incomparable con las frutas regionales, qué sorpresa magnífica el sabor de ese fruto tan extraño y siniestro como el zapote prieto aderezado con naranjas de Valencia y canela de Ceilán.
Ver a los indígenas comer ajíes que aquí se llaman chiles es algo extraordinario. El padre Sahagún dice que “…si no comen chile piensan que no han comido”; lo asombroso es que nosotros, poco a poco nos hemos habituado a lo picoso y no podemos prescindir ni de las salsas ni de otros sazones peculiares como el llamado epazote.
Poco a poco, en pruebas y mixturas, picores y sabores se comienzan a asociar los ingredientes, surgen guisos, asados y platillos en penitencia y oración.
Pronto la comunidad resolvió en parte los problemas de escasez, los ingeniosos arquitectos novohispanos idearon la forma de traer el frío. Desde el siglo XVII los conventos cuentan con frigoríficos y cavas, estancias divididas por muros dentro de los cuales circula agua de enfriamiento, generalmente caía en una fuente y de ahí pasaba a los canales de riego de los huertos. Ese flujo del agua, que bajaba de las montañas, mantenía el frío necesario para conservar por más tiempo los alimentos.
En el refectorio se leía la Biblia y después se comía. Los frailes congregados cambiaban opiniones de los nuevos platillos, decían y proponían y se entusiasmaban con los increíbles descubrimientos.
Sus alimentos eran una pieza de carnero en la comida y una de gallina en la cena, una escudilla de caldo de puchero, postres como manjar blanco, torrejas o capirotadas, torta del cielo o las suculentas frutas tropicales y, en días de vigilia pescados blancos o jiles de las lagunas cercanas; huevos de pípila, caldo y algún postre de sacrificio como natillas, jaleas o mechones de ángel.
Desde entonces vigilan que haya lo mínimo necesario para vivir, cocinan para la comunidad. Son ellos los primeros cocineros religiosos de la Nueva España, mucho antes que las afamadas monjitas creadores del inigualable guajolote de mole, hecho en los conventos poblanos de Santa Rosa, Santa Mónica, Santa Teresa o Santa Clara, autoras del pescado teresiano, de los marquesotes de rosa y pollos carmelitanos, de los dulces y bizcochos guadalupanos, de los alfeñiques y caramelos de San Lorenzo, de las aguas frescas de la orden de los predicadores, de las frutas cubiertas y conservas maravillosas de los conventos de Santa Catarina y de San Jerónimo y de las tortaditas y camotes de Santa Clara de Puebla.
La cocina novohispana es comunión de fuego nuevo, arte sublime de sabores y colores, azúcar y sal; armonía indescriptible sobre barro y piedra. El arte conventual irónicamente incitador de gulas, se muestra siempre seductor, barroco, celestial, trascendente en el tiempo y por sí mismo elocuente.