Arquitectura mexicana en la colección de la mapoteca
Uno de nuestros expertos te presenta una mirada a la imagen arquitectónica que predominaba en la capital del país (durante la época de Juárez), a través de los planos que atesoró este notable historiador.
Cuando alguien se acerca, curioso, a la historia de la cultura en México durante el siglo XIX, es muy posible que sea atrapado por el asombro cuando se da cuenta de la envergadura de algunos trabajos científicos e intelectuales realizados en un contexto nacional tan crítico. Por ello es sorprendente que un hombre como Manuel Orozco y Berra (1816-1881) hubiese podido, durante una vida que atravesó por las condiciones políticas y económicas más adversas, dirigir y llevar a cabo un trabajo de la importancia del Diccionario Universal de Historia y Geografía (1853-1856), en diez volúmenes, además de ser autor de otras obras históricas de gran importancia.
Como no era poseedor de una fortuna personal, debía encontrar empleos que le permitiesen tener un ingreso, y al mismo tiempo, que no lo distrajeran de su auténtica vocación: la investigación histórica y geográfica. Su éxito en este terreno fue sólo moderado, en el mejor de los casos, y lo expresó de manera extremadamente precisa con una frase que se ha hecho famosa: «De continuo estoy reducido a una triste alternativa: cuando tengo tiempo no tengo pan, y cuando tengo pan no tengo tiempo». Si bien consiguió empleos que a veces coincidieron con sus intereses intelectuales (como cuando fue director del Archivo General de la Nación, en la década de 1850), en ocasiones tuvo que trabajar simplemente como funcionario (oficial mayor del Ministerio de Fomento durante el gobierno de Comonfort, por ejemplo). Su mala suerte quiso que un empleo adecuado para su vocación, como el de director del Museo Nacional, le fuese otorgado nada menos que por el gobierno de Maximiliano. Así, al restaurarse la República fue juzgado como traidor y encarcelado, aunque Orozco y Berra argumentó que la razón fundamental que lo había llevado a colaborar con el gobierno intervencionista había sido la necesidad de ganarse el pan. En un país sin instituciones académicas y científicas con una mínima solvencia financiera, los hombres como él no tenían, simplemente, horizontes profesionales distintos a los que penosamente fue encontrando Orozco y Berra, mezclando política, administración y ciencia, en un momento en que la política era extraordinariamente volátil. La administración apenas existía y la ciencia debían hacerla algunos individuos audaces en los ratos libres que les dejaban las dos ocupaciones anteriores…
¿Podemos imaginar realmente las circunstancias en que vivió Orozco y Berra durante los años de su formación intelectual, y las condiciones en que debió desarrollar su carrera político-administrativo-académica? No es seguro, pero tal vez nos ayude el testimonio de un conocido suyo, el expedicionario y fotógrafo francés Desiré Charnay, quien lo trató a finales de la década de 1850. Charnay expresaba su asombro ante las condiciones de supervivencia casi milagrosa de México a lo largo de lo que entonces era toda su vida independiente: Cuarenta años de luchas, de guerras civiles y de terribles devastaciones no han podido agotar la fuente de sus riquezas. Unos pocos meses de descanso le proporcionaban un nuevo vigor, y todo parece revivir en el momento en que todo debería sucumbir.
También nos dejó Charnay una abrumadora descripción del medio en que debían sobrevivir aquellos jóvenes talentosos que, como Orozco y Berra en su momento, se incorporaban a la administración pública sólo para enfrentarse al canibalismo político y la frustración: no es raro encontrar entre los jóvenes ambiciosos un talento sobresaliente, una instrucción sólida, fruto de un trabajo empeñoso, y la habilidad para expresarse en dos o tres idiomas, que hablan con facilidad. ¿Cómo explicarse que una vez en el poder estas brillantes cualidades desaparezcan para dejar en su lugar una nulidad desesperante? Se debe a que encuentran, en su oportunidad, de parte de los otros, esta misma oposición sistemática que habían puesto antes en práctica con deplorable obstinación; todo se paraliza entre ellos y sus facultades apenas les alcanzan para defender de sus agresores las posiciones que tan penosamente acaban de conquistar. Los nobles proyectos de reforma se olvidan, el servicio público se abandona, la desorganización se precipita, la gangrena llega a su última fase, el Estado muere: he aquí a México. Reaccionarios y liberales se reprochan mutuamente, en el lenguaje que ya conocen, sus faltas recíprocas; pero ambos son iguales, culpables, y se esfuerzan en una emulación despiadada por aniquilar hasta el límite a su hermoso país.
Es interesante, por cierto, que Charnay haga solamente una excepción a la descripción anterior, en la figura de un político al que conoció personalmente yo no sé si México colocará a Juárez entre sus grandes hombres, pero es a todas luces una personalidad sobresaliente. En medio de la penuria de talentos que lo rodean, él contrasta por su probidad, tan meritoria en su país, una constancia gloriosa en no desesperar de su causa; una obstinación suave, pero infatigable, para vencer a la fortuna. El valor de este elogio debe apreciarse si se recuerda que Charnay escribía estas palabras en 1863, después de que su país había invadido ya el nuestro, y cuando Juárez todavía tenía por delante la empresa de liberar a México de la intervención extranjera y restaurar la República. Esta es sólo una de tantas paradojas en que abunda la política mexicana del siglo XIX, que nos permite entender mejor a personajes como Orozco y Berra.
Pese a todo, Orozco y Berra pudo ingeniárselas para escribir su obra y ser el mejor conocedor de los acervos documentales de instituciones como las que dirigió, así como de las colecciones privadas más importantes de su época. Como ocurre en otros casos similares al suyo, fue también un apasionado coleccionista y copista de documentos antiguos, sobre todo gráficos, que son el origen de la Mapoteca que hoy lleva su nombre. Consciente de la importancia de los registros gráficos como fuente para la investigación histórica, y aun para la planeación política y económica de nuestro país, Orozco y Berra reunió más de 3 mil documentos, entre copias de códices, mapas y cartas de navegación, al igual que cartografía militar, topográfica e hidrológica, además de planos arquitectónicos. Esta colección, por decisión suya, pertenece ahora a la nación.
La arquitectura que recogen los planos decimonónicos de la colección de la Mapoteca Orozco y Berra permite documentar, en primer lugar, el proceso de construcción de un país que llegó a la vida independiente desprovisto de todo lo necesario para funcionar como tal: allí están las modificaciones a edificios que alojarán a los ministerios de Fomento y de Justicia; las adaptaciones para instalar en un sector del Palacio Nacional la sede del Congreso de la Unión; los proyectos para nuevos servicios como cárceIes, cuarteles, faros, hospitales, hospicios, escuelas, acueductos, cementerios civiles, rastros y oficinas telegráficas. Igualmente está el resultado de la nueva actividad económica e industrial promovida por los particulares y el gobierno mismo: teatros, estaciones de ferrocarril y pabellones para exposiciones comerciales e industriales. Muy importante es la cantidad de planos dedicados a los distintos proyectos hechos por los arquitectos de Maximiliano para adaptar el Castillo de Chapultepec y el Palacio Nacional a sus nuevas funciones “imperiales”… que quedaron solamente en los planos de esta colección, precisamente. Estos proyectos sorprenden por el modesto talento que demuestran sus autores: el gusto kitsch, que justamente en estos años está denunciando Ruskin, hace aquí su más espectacular aparición.
La colección Orozco y Berra también permite ver, en segundo término, que las peculiares condiciones del país en el siglo XIX, ya mencionadas, son la causa de que aquello que solemos designar como nuestra arquitectura decimonónica se reduzca, en gran medida, a la realizada durante el porfiriato en los últimos años deI XIX y la primera década del XX. Antes de la pax porfiriana sólo pudieron realizarse proyectos relativamente modestos, además de escasos, y esta realidad queda documentada en los planos reunidos por Orozco y Berra. Las grandes transformaciones y expansiones urbanas de otros países en el siglo XIX, simplemente quedaron en esbozo en México: se abrieron apenas una cuantas calles, no aparecieron los edificios de departamentos (innecesarios en una sociedad segregada) ni tampoco los de las grandes corporaciones privadas, y la gran arquitectura gubernamental llegó únicamente con la apoteosis porfiriana.
La ciudad decimonónica presenta a lo largo de todo el siglo ese aspecto pueblerino que Charnay describe muy bien: la entrada a la ciudad de México es la de un arrabal; nada hace esperar una gran ciudad: las calles son sucias, las casas bajas, los habitantes andrajosos; muy pronto la diligencia ingresa a la Plaza de Armas, flanqueada a un costado por el palacio y al otro por la catedral. Se entrevé ahora una capital.
Orozco y Berra trató de interesar a Charnay en la arquitectura colonial de México, con moderado éxito; el francés tomó algunas fotos por encargo y, sin gran entusiasmo, dedicó algunas líneas a estos edificios en su obra escrita; no consideró necesario, incluso, mencionar que había fotografiado estas construcciones. En cambio, habría de apasionarse en el más alto grado imaginable por la arquitectura mesoamericana, a la que dedicó en exclusiva su histórico álbum de 49 fotografías originales, que lleva el título de Cités et mines américaines. De esta obra excepcional, en su versión original de gran formato, existe un solo ejemplar en México: el que conserva la Mapoteca Orozco y Berra, precisamente, el cual es muy probable que el mismo Charnay haya puesto en manos del historiador mexicano. Contiene las fotografías más antiguas de la arqueología mexicana que hayan llegado hasta nosotros, y unen su valor científico a una belleza sobrecogedora. Es sin duda una joya de primer orden en cualquier colección documental sobre México.
El panorama arquitectónico que muestra la colección Orozco y Berra refleja el paisaje urbano que se irá imponiendo en el país a partir de la Independencia, descrito también por Charnay: la ciudad de México pierde día con día su fisonomía extranjera: las colonias alemana, inglesa y francesa han europeizado la ciudad; no se encuentra ya el color local sino en los barrios. Charnay se refiere a la arquitectura colonial, por supuesto, al hablar de Ia «fisonomía extranjera» de Ia capital y deI «color local» de sus barrios, exóticos en términos europeos. En efecto, en Ia descripción de Charnay y en Ios planos reunidos por Orozco y Berra asistimos al proceso de europeización de las ciudades mexicanas, empresa en la que toda la sociedad -liberales, conservadores, gobierno y particulares- está empeñada. El mismo clero, ausente en esta colección, pero cuyos gustos conocemos en tantas construcciones de esa época, está inmerso en esta tarea. La fisonomía urbana de México cambió de manera poco espectacular a lo largo de este periodo, pero adquirió no obstante un nuevo rostro, el primero que podríamos llamar «moderno», que la colección Orozco y Berra permite apreciar muy bien.