Tepoztlán, el segundo lugar más romántico del mundo
Según encuestas, Tepoztlán es el destino favorito para los viajeros enamorados. ¿Será?
Escápate un fin de semana:
Descubre la magia holística de Tepoztlán en el Hotel Amomoxtli
Tepoztlán, Morelos: el lugar romántico por excelencia
Booking, una de las mayores empresas de viajes a nivel global, lanzó una encuesta a miles de parejas en el mundo para que compartieran sus experiencias de viajes y resultó que Tepoztlán, Morelos es el segundo favorito de los enamorados, después de Lake Geneva en los Estados Unidos.
Según las cifras, este Pueblo Mágico fue el destino que tuvo mayor crecimiento en reservas para celebrar el 14 de febrero durante el 2019. Además de ser el más recomendado por los usuarios para un escape romántico durante todo el año.
México romántico
En el estudio también se registró que México es un destino romántico, según viajeros de otras nacionalidades. Nuestro país se posicionó dentro del top 10 de destinos favoritos de las parejas para celebrar el día del amor.
Cancún obtuvo el segundo lugar, gracias a la preferencia de los viajeros colombianos, mientras que la Ciudad de México se colocó en la cuarta posición.
Por su parte los viajeros estadounidenses eligieron a la CDMX como su quinto destino favorito. Mientras que los canadienses se inclinaron por las playas del Pacífico y eligieron a Puerto Vallarta en sexto lugar.
Los árboles cantan en el Pueblo Mágico de Tepoztlán
«Cuando el hombre llegó a la Luna yo tenía 12 años y no sabía silbar», así comienza una de las reflexiones que Juan Villoro reúne en su libro ¿Hay vida en la Tierra? Lo había leído hacía poco y me acordé de esas palabras mientras crujían a mi paso hojas secas.
Estaba en el bosque de Tepoztlán, en medio del Corredor Biológico Chichinautzin, esa área natural protegida de más de 65,000 hectáreas donde caben las Lagunas de Zempoala, también el Parque Nacional El Tepozteco.
El guía rechiflaba, un cenzontle escondido a ratos cantaba. Yo nací después del famoso alunizaje que Villoro atestiguó y tampoco aprendí el arte de formar soplando en los labios melodías.
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Las canciones de arriba
En eso estaba —lamentando mi propia incapacidad y agradecida al mismo tiempo porque mi padre en cambio impidió, a base de una estupenda combinación de silbidos que inventó para mí, que me pasara la infancia perdida— cuando llegamos a la cima de un monte llamado Paso del Aire.
Dos zopilotes sorteaban el vacío de la cañada frente a nosotros con las alas abiertas. Cuernavaca resplandecía a la distancia, el Cerro del Jaguar quedaba cerca, y debajo, en una montaña más breve, se alcanzaba a ver claramente la zona arqueológica del Tepozteco.
Pensé en la vida a ras del suelo de Tepoztlán, en su poderoso templo de piedra que en el siglo xvi dedicaron los dominicos a la Virgen de la Natividad; en sus calles empedradas siempre cubiertas por el ajetreo de la vendimia. Allá abajo cualquier día está hecho de utensilios de madera, sombreros de palma, macetas de barro que a cada tanto cambian de manos.
En las mesas del mercado aparecen y desaparecen en un santiamén la barbacoa de borrego, los tacos de cecina, o aquellas gorditas trianguladas a las que llaman itacates. Arriba el mundo es otro. Solo hay árboles, silencio, un silencio natural lleno de ruidos. En él se prende y se apaga el sonido de los pájaros, el sigilo de un venado, el viento.
Mi abuela decía que los árboles cantan. Para escucharlos, aseguraba, basta con mirarlos. Así, los sabinos emiten acordes lentos, arqueados como sus ramas.
Los robles, al contrario, poseen la sonoridad robusta y recta de sus troncos. Supongo que los amates serían, según los estatutos de mi abuela, fieles ejecutantes de algún ritmo sincopado si nos guiamos por sus raíces: rizadas y expuestas.
Toda esa musicalidad de la espesura envuelve a quien camina de manera atenta. Esa mañana en el Paso del Aire oí además ceibas, oyameles. Sus voces eran un concierto de cadencias cortas, agudas.
La armonía de abajo
Bajé de la montaña, volví a los hombres. Había viajado a Tepoztlán, como cada año, en busca del sosiego que ese rincón de Morelos promete. Y esta vez lo encontré en un hotel con un puente de piedra ubicado justo donde confluyen dos ríos: Amomoxtli.
El manto acuífero debajo de él permite que todo crezca en su extenso jardín. Pocos son los árboles que para acompañarnos en lo cotidiano hemos dejado en pie en las ciudades. Y los que sobreviven cerca de nosotros están condenados al mutismo.
Casi no los escuchamos. Pero si algo sobraba en este hotel morelense eran plantas, y yo tenía, por fortuna, tiempo y ganas de prestar oídos a su melodiosa existencia. El bosque o mi abuela, acababan de educarme.
Amomoxtli tiene 15 habitaciones. Cada una cuenta con un pequeño montaje exterior compuesto de luces colgantes, una fogata y un sofá oculto entre el follaje; una clara invitación a quedarse afuera más tiempo antes de que la cama cubierta por cientos de hilos entretejidos secuestre a cualquier amante de la naturaleza.
Los cuartos llevan el nombre de los árboles que se encuentran en la propiedad. Jugué a buscarlos. A mí me tocó dormir en Jacarandas. Soñé con flores. Fácil me fue identificar al Colorín y la Araucaria en la intemperie. Había quien despertaba en Pino y llegaba al desayuno con el aire de un gigante que no pierde hojas en invierno.
Una hilera de naranjos separa a los durmientes del resto del hotel. Atrás queda el paisaje rocoso de Tepoztlán. El clima es cálido, casi mágico. En un sitio así, llegan a existir milagros en el jardín. Junto a la alberca y las tumbonas, llamó mi atención una palmera que nunca había visto.
Aprendí que se llama pandanus y que su presencia en Morelos es insólita: forma parte de la flora de las islas del Pacífico, de sitios remotos como la Polinesia y, más complicado aún para la imaginación de cualquier mexicano, de Micronesia. Tomé el sol bajo esa palma de retirada procedencia, me sentía lejos y en casa al mismo tiempo.
Después me enlisté en una clase de yoga, y me olvidé del mundo por una hora en el spa. El ritual con velas que elegí utiliza una cera hecha a base de mantequilla de girasol y aceites esenciales para inducir la relajación. Confié en el poder curativo del ungüento. Mi terapista aseguraba que eran las montañas en derredor y no sus manos las que poseen una fuerza especial, reparadora.
Tal vez creyó que mi silencio era sinónimo de incredulidad —la sesión me había dejado sin habla—, y por eso me sugirió experimentar con otro ritual que forma parte del afán holístico de Amomoxtli: el baño de temazcal. Acepté para más tarde. Fui conducida a esa ceremonia de vapor antes de que el sol se metiera.
El guía me recibió con un ramo de pirul, ruda, albahaca, romero y jarilla: las hierbas que al ser agitadas en torno al cuerpo deshacen la contaminación espiritual. Era una limpia. También un llamado a la reconexión conmigo y el entorno —ahí estaban otra vez las montañas de Tepoztlán—.
Y es que no hay forma de no enfrentarse con uno mismo dentro del temazcal. Se está ahí, sudando y en lo oscuro, para repensarlo todo. Las emociones van y vienen, la transpiración se encarga de eliminar toxinas, mientras la humareda abre de nueva cuenta los pulmones. Respiré.
Los árboles recordados
El restaurante de Amomoxtli se llama Mesa de Origen y su cocina es un tributo diario a las delicias locales. El único pescado que hay en el menú es trucha porque no existe otro pez en el estado. Hay conejo en mole de cecina, codorniz rellena de chorizo. La cecina y el chorizo son, por supuesto, de Yecapixtla. El queso de cabra se produce en Huitzilac, el jamón curado proviene de Tres Marías.
Uno y otro sirven para dar forma a la pizza hecha en horno de leña a la que se agregan higos, y al arroz meloso (morelense, claro) que además lleva hongos silvestres. Las tortillas, el pan, las mermeladas y la granola se elaboran en casa. La ensalada de verdes de la región es un compendio de lechugas y hierbas frescas perfumadas con cítricos que vale la pena probar.
Me senté en una de las mesas al lado del estanque. Iba a cenar con María Teresa. Una fogata iluminaba la noche ahí junto. El resto del jardín ya no tenía árboles, solo sombras. Antes de vivir en Morelos y hacerse cargo del hotel, Maritere despertaba todo los días en un rancho en las inmediaciones del volcán Popocatépetl.
Desde su casa alcanzaba a observarlo escupir fuego. Se acostumbró a disfrutar de la peligrosa presencia del gigante. Le gustaban además los caballos. Había uno al que siempre cepillaba cerca de las vacas.Poco a poco, me contó, una de ellas se fue arrimando a la valla hasta propiciar que la escobilla acariciara su testuz. El aliño se convirtió en rutina. Y la vaca, para asombro de todos y de sí misma, daba más leche que ninguna.
El día que tuvo que dejar su hacienda, María se despidió uno por uno de sus árboles. Trabajo le costó dejar atrás a esos seres de ramas y frutas que solían acompañarla.
Sus historias tenían, en mi compañía, resonancia. Nos acabamos el vino, los buñuelos con helado de zarzamora y requesón. Las apagadas brasas a un costado nos obligaron a decirnos adiós. Caminé hasta mi cuarto rodeada de árboles en penumbra. No los veía, pero ahí estaban.
Los árboles cantan, me decía mi abuela. Los árboles silban, o al menos eso me parecía cuando mi padre chiflaba para mantenerme en el bosque cerca de él. No sé si sean sus cantos o sus silbidos, pero estoy segura que los árboles salvan.
Conoce más…
Los bosques de pino, oyamel y encino que hay entre los Parques Nacionales de las Lagunas de Zempoala y El Tepozteco integran el Corredor Biológico Chichinautzin.
Se trata de un Área de Protección de Flora y Fauna que se extiende a lo largo de 12 municipios de Morelos, uno del Estado de México, así como las delegaciones de Milpa Alta y Tlalpan al sur de la capital. Esta barrera verde no solo sirve para contener el crecimiento urbano de las ciudades de México y Cuernavaca, también es hogar de alrededor de 1,348 especies.
Venados cola blanca, pumas, linces, tlacuaches, armadillos, zorras grises, conejos y musarañas conviven aquí con distintas clases de hongos y mariposas, colibríes, golondrinas, pinzones, mirlos y codornices arlequín.
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